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11:24 a.m.


Pero ahora, sin la Ley, se ha manifestado la justicia de Dios atestiguada por la Ley y los Profetas: la justicia de Dios, por la fe en Jesucristo, para todos los que creen. Porque no hay ninguna distinción: todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, pero son justificados gratuitamente por su gracia, en virtud de la redención cumplida en Cristo Jesús. El fue puesto por Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, gracias a la fe. De esa manera, Dios ha querido mostrar su justicia: en el tiempo de la paciencia divina, pasando por alto los pecados cometidos anteriormente, y en el tiempo presente, siendo justo y justificado a los que creen en Jesús. ¿Qué derecho hay entonces para gloriarse? Ninguna. Pero, ¿en virtud de qué ley se excluye ese derecho? ¿Por la ley de las obras? No, sino por la ley de la fe. Porque nosotros estimamos que el hombre es justificando por la fe, sin las obras de la Ley. ¿Acaso Dios es solamente el Dios de los judíos? ¿No lo es también de los paganos? Evidentemente que sí, porque no hay más que un solo Dios, que justifica por medio de la fe tanto a los judíos circuncidados como a los paganos incircuncisos.

11:24 a.m.


Desde lo más profundo te invoco, Señor. ¡Señor, oye mi voz! Estén tus oídos atentos al clamor de mi plegaria. Si tienes en cuenta las culpas, Señor, ¿quién podrá subsistir? Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido. Mi alma espera en el Señor, y yo confío en su palabra. y yo confío en su palabra. Mi alma espera al Señor, más que el centinela la aurora. Como el centinela espera la aurora

11:24 a.m.


Dijo el Señor: «¡Ay de ustedes, que construyen los sepulcros de los profetas, a quienes sus mismos padres han matado! Así se convierten en testigos y aprueban los actos de sus padres: ellos los mataron y ustedes les construyen sepulcros. Por eso la Sabiduría de Dios ha dicho: Yo les enviaré profetas y apóstoles: matarán y perseguirán a muchos de ellos. Así se pedirá cuanta a esta generación de la sangre de todos los profetas, que ha sido derramada desde la creación del mundo: desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que fue asesinado entre el altar y el santuario. Sí, les aseguro que a esta generación se le pedirá cuenta de todo esto. ¡Ay de ustedes, doctores de la Ley, porque se han apoderado de la llave de la ciencia! No han entrado ustedes, y a los que quieren entrar, se lo impiden.» Cuando Jesús salió de allí, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo, exigiéndole respuesta sobre muchas cosas y tendiéndole trampas para sorprenderlo en alguna afirmación.

11:24 a.m.


     «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Este Hijo único «se entregó a sí mismo», no porque haya prevalecido la voluntad de sus enemigos, sino «porque él mismo quiso» (Is 53, 10-11). Amó a los suyos, y los amó hasta el fin» (Jn 13,1). El fin es la muerte aceptada por los que ama; este es el fin de toda perfección, el fin del amor perfecto, porque «nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).      Este amor de Cristo ha sido, en su muerte, más poderoso que el odio de sus enemigos; el odio tan sólo pudo hacer lo que el amor le permitió. Judas, o los enemigos de Cristo, lo entregaron a la muerte por un malvado odio. El Padre entregó a su Hijo, el Hijo se entregó a sí mismo por amor (Rm 8,32; Gal 2,20). Sin embargo, el amor no es el culpable de la traición; es inocente incluso cuando Cristo muere por amor. Porque tan sólo el amor puede hacer impunemente lo que le parece bien. Tan sólo el amor puede constreñir a Dios y, por decirlo de alguna manera, mandarle. Es el amor lo que le ha hecho descender del cielo y ponerlo en la cruz, es el amor el que ha hecho derramar la sangre de Cristo por la remisión de los pecados en un acto tan inocente como saludable. Nuestra acción de gracias por la salvación del mundo se debe, pues, al amor. Y es él mismo el que nos impele, por una lógica que constriñe, a amar a Cristo tanto como se le ha podido odiar.

11:24 a.m.


Por eso, tú que pretendes ser juez de los demás -no importa quién seas- no tienes excusa, porque al juzgar a otros, te condenas a ti mismo, ya que haces lo mismo que condenas. Sabemos que Dios juzga de acuerdo con la verdad a los que se comportan así. Tú que juzgas a los que hacen esas cosas e incurres en lo mismo, ¿acaso piensas librarte del Juicio de Dios? ¿O desprecias la riqueza de la bondad de Dios, de su tolerancia y de su paciencia, sin reconocer que esa bondad te debe llevar a la conversión? Por tu obstinación en no querer arrepentirte, vas acumulando ira para el día de la ira, cuando se manifiesten los justos juicios de Dios, que retribuirá a cada uno según sus obras. El dará la Vida eterna a los que por su constancia en la práctica del bien, buscan la gloria, el honor y la inmortalidad. En cambio, castigará con la ira y la violencia a los rebeldes, a los que no se someten a la verdad y se dejan arrastrar por la injusticia. Es decir, habrá tribulación y angustia para todos los que hacen el mal: para los judíos en primer lugar, y también para los que no lo son. Y habrá gloria, honor y paz para todos los que obran el bien: para los judíos, en primer lugar, y también para los que no lo son, porque Dios no hace acepción de personas.

Hermanos Franciscanos

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