
«El discípulo no es más que su maestro, si bien cuando termine su aprendizaje, será como su maestro» Los bienaventurados discípulos estaban destinados a ser guías y maestros espirituales de toda la tierra. Debían, pues, dar prueba, más que los demás, de un fervor sobresaliente, estar familiarizados con la manera de vivir según el Evangelio y acostumbrados a practicar toda obra buena. Debían transmitir a los que instruirían la doctrina exacta, saludable y estrictamente según la verdad, después de haberla contemplado ellos mismos y haber dejado que la luz divina iluminara su inteligencia. Sin lo cual serían ciegos conduciendo a otros ciegos. Porque los que están sumergidos en las tinieblas de la ignorancia no pueden conducir al conocimiento de la verdad a los hombres que son víctimas de la misma ignorancia. Por otra parte, no querrían que cayeran todos juntos en el abismo de sus malas tendencias. Por eso el Señor ha querido frenar la pendiente que conduce a la jactancia que se encuentra en tanta gente, y disuadirlos de querer rivalizar con sus maestros para llegar a tener más reputación que éstos. Les dijo: «El discípulo no es más que su maestro». Aunque algunos llegaran a un grado de virtud igual a sus predecesores, deberían, sobre todo, imitar su modestia. Pablo nos da prueba de ello cuando dice: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1C 11,1). Siendo así ¿por qué juzgas cuando el Maestro todavía no ha juzgado? Porque él no vino al mundo para juzgarlo (Jn 12,47) sino para salvarlo... «Si yo no juzgo, dice, tampoco juzgues tú que eres mi discípulo. Es posible que tú seas culpable de aquel a quien juzgas... ¿Por qué tienes que mirar la paja en el ojo de tu hermano?»