
Acuérdate de qué ternura inmensa tú colmaste a los niños pequeñitos. ¡Yo deseo también recibir tus caricias, dame tus deliciosos, suaves besos! Para gozar un día de tu dulce presencia allá en el cielo, practicaré en la tierra las pequeñas virtudes de la infancia. Muchas veces dijiste: «El cielo es de los niños...», ¡acuérdate!... Venid a mí vosotras, pobres almas cargadas, vuestras pesadas cargas pronto se harán ligeras, y, saciada la sed ya para siempre, de vuestro seno fuentes manarán» (Mt 11,28; Jn 4,15). YO tengo sed, Jesús, esa agua pido, que me inunden el alma sus divinos torrentes. Por fijar mi morada en el mar del amor ¡yo vengo a ti! Acuérdate, Jesús, de que, a pesar de ser hija yo de la luz, ¡ay!, de servir a mi Rey me olvido con frecuencia. De mi miseria inmensa ten piedad y en tu infinito amor perdóname. En las cosas del cielo, Señor, hazme una experta, muéstrame los secretos que tu Evangelio esconde. Haz que este libro de oro sea mi gran riqueza, ¡Acuérdate!... Acuérdate, Jesús, del gozo de los ángeles, del júbilo que habrá en tu reino del cielo entre sus elegidos moradores, al ver que un pecador alza hacia ti sus ojos (Lc 15,10). Yo quiero acrecentar esa gran alegría, y por los pecadores rogaré sin cesar. Porque al Carmelo vine para poblar tu cielo, ¡Acuérdate!