
¡Con qué precaución pretendía el fariseo que subía al templo para la oración ayunar dos veces por semana y dar el diezmo de todo lo que ganaba! Había fortificado bien la ciudadela de su alma. Se decía: “Dios mío, te doy gracias.” Se ve claro que había venido con todas la precauciones imaginables para estar seguro ante Dios. Pero dejó un espacio abierto y expuesto al enemigo cuando añade: “porque no soy como el resto de los hombres....ni como ese publicano.” (Lc 18,11) Así, por la vanidad ha dejado entrar al enemigo en la ciudadela de su corazón que lo tenía, no obstante, bien fortificado por sus ayunos y sus limosnas. Todas las precauciones son inútiles cuando queda en nosotros una rendija por dónde entrar el enemigo... Este fariseo había vencido la gula por la abstinencia; había dominado la avaricia por su generosidad... Pero ¿cuántos esfuerzos en vista a esta victoria han sido anulados por un solo vicio, por la brecha de una sola falta? Por esto, no basta con pensar en practicar el bien, sino que hay que vigilar nuestros pensamientos para guardarlos puros en las buenas obras. Porque si son una fuente de vanidades o de orgullo en nuestro corazón, nuestros esfuerzos estarían llenos de vana gloria y no servirían a la gloria del Creador.
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