Ártículos Más Recientes

10:49 a.m.
Yo, Juan, oí al Señor que me decía: Escribe al Angel de la Iglesia de Sardes: «El que posee los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas, afirma: "Conozco tus obras: aparentemente vives, pero en realidad estás muerto. Permanece alerta y reanima lo que todavía puedes rescatar de la muerte, porque veo que tu conducta no es perfecta delante de mi Dios. Recuerda cómo has recibido y escuchado la Palabra: consérvala fielmente y arrepiéntete. Porque si no vigilas, llegaré como un ladrón, y no sabrás a qué hora te sorprenderé. Sin embargo, tienes todavía en Sardes algunas personas que no han manchado su ropa: ellas me acompañarán vestidas de blanco, porque lo han merecido. El vencedor recibirá una vestidura blanca, nunca borraré su nombre del Libro de la Vida y confesaré su nombre delante de mi Padre y de sus Angeles". El que pueda entender, que entienda lo que el Espíritu dice a las Iglesias. Escribe al Angel de la Iglesia de Laodicea: "El que es el Amén, el Testigo fiel y verídico, el Principio de las obras de Dios, afirma: "Conozco tus obras: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Por eso, porque eres tibio, te vomitaré de mi boca. Tú andas diciendo: Soy rico, estoy lleno de bienes y no me falta nada. Y no sabes que eres desdichado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Por eso, te aconsejo: cómprame oro purificado en el fuego para enriquecerte, vestidos blancos para revestirte y cubrir tu vergonzosa desnudez, y un colirio para ungir tus ojos y recobrar la vista. Yo corrijo y reprendo a los que amo. ¡Reanima tu fervor y arrepiéntete! Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos. Al vencedor lo haré sentar conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono". El que pueda entender, que entienda lo que el Espíritu dice a las Iglesias.»

10:49 a.m.
El que procede rectamente y practica la justicia; el que dice la verdad de corazón y no calumnia con su lengua. El que no hace mal a su prójimo ni agravia a su vecino, el que no estima a quien Dios reprueba y honra a los que temen al Señor. El que no se retracta de lo que juró, aunque salga perjudicado; el que no presta su dinero a usura ni acepta soborno contra el inocente. El que procede así, nunca vacilará.

10:49 a.m.
Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad. Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos. El quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura. Entonces se adelantó y subió a un sicomoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí. Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: "Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa". Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría. Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: "Se ha ido a alojar en casa de un pecador". Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: "Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más". Y Jesús le dijo: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido".

10:49 a.m.
«Sólo en Dios descansa mi alma, porque de él viene mi salvación; sólo él es mi roca y mi salvación, mi alcázar, no vacilaré» (Sl 61,2-3). ¡He aquí el misterio que hoy canta mi lira! Como a Zaqueo, mi Maestro me ha dicho: «Apresúrate, desciende, que quiero alojarme en tu casa.» Apresúrate a descender, pero ¿dónde?. En lo más profundo de mí misma, después de haberme negado a mí misma (Mt 16,24), separado de mí misma, despojado de mí misma, en una palabra, sin yo misma. «Es necesario que me aloje en tu casa.» ¡Es mi Maestro quien me expresa este deseo! Mi Maestro que quiere habitar en mí, con el Padre y el Espíritu de Amor, para que, según la expresión del discípulo amado, yo viva «en sociedad» con ellos, que esté en comunión con ellos (1Jn 1,3). «Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois miembros de la casa de Dios», dice san Pablo (Ef 2,19). He aquí como yo entiendo ser «de la casa de Dios»: viviendo en el seno de la apacible Trinidad, en mi abismo interior, en esta «fortaleza inexpugnable del santo recogimiento» de la que habla san Juan de la Cruz... ¡Oh qué bella es esta criatura  así despojada, liberada de ella misma!... Sube, se levanta por encima de los sentidos, de la naturaleza; se supera a ella misma; sobrepasa tanto todo gozo como todo dolor y pasa a través de las nubes, para no descansar hasta que habrá penetrado «en el interior» de Aquel que ama y que él mismo le dará el descanso... El Maestro le dice: «Apresúrate a descender». Es así como ella vivirá, a imitación de la Trinidad inmutable, en un eterno presente..., y por una mirada cada vez más simple, más unitiva, llegar a ser «el resplandor de su gloria» (Heb 1,3) o dicho de otra manera, la incesante «alabanza de gloria» (Ef 1,6) de sus adorables perfecciones.

11:28 p.m.

Por: H. Javier Castellanos LC | Fuente: www.missionkits.org

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Cristo, Rey nuestro. ¡Venga tu Reino!

Oración preparatoria (para ponerme en presencia de Dios)

«Te ofrezco, Señor, mis pensamientos, ayúdame a pensar en Ti; te ofrezco mis palabras, ayúdame a hablar de Ti; te ofrezco mis obras, ayúdame a cumplir tu voluntad; te ofrezco mis penas, ayúdame a sufrir por Ti.

Todo aquello que quieres Tú, Señor, lo quiero yo, precisamente porque Tú lo quieres, como Tú lo quieras y durante todo el tiempo que lo quieras.» Así sea. (Oración del Papa Clemente XI, fragmento).

Evangelio del día (para orientar tu meditación)

Del santo Evangelio según san Lucas 18, 35-43

En aquel tiempo, cuando Jesús se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado a un lado del camino, pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntó que era aquello, y le explicaron que era Jesús el nazareno, que iba de camino. Entonces él comenzó a gritar: "¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!".  Los que iban adelante lo regañaban para que se callara, pero él se puso a gritar más fuerte: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!".

Entonces Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: "¿Qué quieres que haga por ti?". Él le contestó: 'Señor, que vea'. Jesús le dijo: "Recobra la vista; tu fe te ha curado".

Enseguida el ciego recobró la vista y lo siguió, bendiciendo a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alababa a Dios.

Palabra del Señor.

Medita lo que Dios te dice en el Evangelio.

Sólo hay que ponerle nombre a la persona. Pero, en el fondo, cada uno de nosotros es este ciego a las afueras de Jericó. Acerquémonos así a Cristo que viene, pidámosle que nos cure de nuestra enfermedad…

Bartimeo se llamaba este hombre. Conquistó el corazón de Cristo por su insistencia en gritar. Pero no era el volumen de los gritos o el número de ellos lo que movió al Señor para curarlo. La fe salvó a este hombre, esa fe profunda que brota del corazón. En este rato de oración atrevámonos a gritarle al Señor, no con la boca, sino con el corazón: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!».

Gritar con el corazón significa poner toda la confianza en Jesucristo. Significa hacerse vulnerable ante Él, mostrarnos tal cual somos, con aquello que nos duele, con lo que nos preocupa, con nuestros anhelos y esperanzas. Ponernos totalmente en sus manos y dejar que Él haga lo que quiera con nosotros.

Entonces, Él pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?» Él quiere actuar en nuestra vida. Sólo necesita un corazón abierto, un corazón que confíe en el Amigo que nunca falla. Bartimeo fue directo al grano: «Señor, que vea». Digámosle nosotros también esa situación concreta, esa necesidad específica que tiene cada uno. Él para eso ha venido, para sanar nuestra alma, para saciar nuestra hambre, para sacarnos de la miseria del espíritu…

Cristo, además, tiene un Corazón generoso. No sólo llega y cura los ojos, sino que entra en la vida y la salva de todo pecado, de toda angustia. Él quiere darlo todo. El corazón que le grita con confianza acaba recibiendo más de lo que ha pedido. Pidamos al Señor con gritos de fe. O bien, pidámosle que nos enseñe a gritar con el corazón. «Señor, aumenta mi fe, ¡ten compasión de mí!».

«[Jesús] se detiene para responder al grito de Bartimeo. Se deja interpelar por su petición, se deja implicar en su situación. No se contenta con darle limosna, sino que quiere encontrarlo personalmente. No le da indicaciones ni respuestas, pero hace una pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti”? Podría parecer una petición inútil: ¿Qué puede desear un ciego si no es la vista? Sin embargo, con esta pregunta, hecha “de tú a tú”, directa pero respetuosa, Jesús muestra que desea escuchar nuestras necesidades. Quiere un coloquio con cada uno de nosotros sobre la vida, las situaciones reales, que no excluya nada ante Dios.»
(Homilía de S.S. Francisco, 25 de octubre de 2015).

Diálogo con Cristo

Ésta es la parte más importante de tu oración, disponte a platicar con mucho amor con Aquel que te ama.

Propósito

Proponte uno personal. El que más amor implique en respuesta al Amado… o, si crees que es lo que Dios te pide, vive lo que se te sugiere a continuación.

Buscaré ayudar a alguien en una necesidad concreta,  haciéndolo con alegría y generosidad.

Despedida

Te damos gracias, Señor, por todos tus beneficios, a Ti que vives y reinas por los siglos de los siglos.
Amén.

¡Cristo, Rey nuestro!
¡Venga tu Reino!

Virgen prudentísima, María, Madre de la Iglesia.
Ruega por nosotros.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.

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