El Concilio Vaticano II presentaba la novedad bautismal de este modo: «Por la regeneración y la unción del Espíritu Santo, los bautizados son consagrados como casa espiritual» (LG 10). El Espíritu Santo «unge» al bautizado, le imprime su sello indeleble (cf. 2 Co 1, 21-22), y lo constituye en templo espiritual; es decir, le llena de la santa presencia de Dios gracias a la unión y conformación con Cristo. Con esta «unción» espiritual, el cristiano puede, a su modo, repetir las palabras de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por lo cual me ha ungido» […] «La misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios es partícipe de esta triple misión». […]Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente en la celebración eucarística […]: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida […], se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor.» (LG 34) […] La participación en el oficio profético de Cristo, […], habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el Evangelio y a anunciarlo con la palabra y con las obras […]. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el reino del pecado (cf. Rm 6, 12); y después en la propia entrega para servir, […], al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños (cf. Mt 25, 40). Pero los fieles laicos están llamados de modo particular para dar de nuevo a la entera creación todo su valor originario. Cuando mediante una actividad sostenida por la vida de la gracia, ordenan lo creado al verdadero bien del hombre, participan en el ejercicio de aquel poder, con el que Jesucristo Resucitado atrae a sí todas las cosas y las somete, […], al Padre, de manera que Dios sea todo en todos (cf. Jn 12, 32; 1 Co 15, 28).
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