Resulta claro que la pedagogía de Cristo es, según se desprende de su mismo nombre, la educación de los niños. Pero queda por examinar quiénes son estos niños a los que se refiere simbólicamente la Escritura, y luego asignarles el pedagogo. Los niños somos nosotros. La Escritura nos celebra de muchas maneras, y nos llama alegóricamente con diversos nombres para dar a entender la simplicidad de la fe. Por ejemplo, en el Evangelio se dice: «El Señor, deteniéndose en la orilla del mar junto a sus discípulos —que a la sazón se hallaban pescando—, les dijo: «Niños, ¿tenéis algo de pescado?» (Jn 21,4-5). Llama «niños» a hombres que ya son discípulos. «Y le presentaban niños» (Mt 19,13), para que los bendijera con sus manos, y, ante la oposición de sus discípulos, Jesús dijo: «Dejad a los niños y no les impidan que se acerquen a mí, porque de los que son como niños es el reino de los cielos» (Mt 19,14; Mc 10,13-14; Lc 18,15-16). El significado de estas palabras lo aclara el mismo Señor, cuando dice: «Si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3; cf. Mt 19,14). Aquí no se refiere a la regeneración (cf. Jn 3,3), sino que nos recomienda imitar la sencillez de los niños. Son, por tanto, verdaderos niños los que sólo conocen a Dios como padre y son sencillos, ingenuos, puros, los creyentes en un solo Dios .A los que han progresado en el conocimiento del Verbo, el Señor les habla con este lenguaje: les ordena despreciar las cosas de aquí abajo y les exhorta a fijar su atención solamente en el Padre, imitando a los niños. Por esa razón les dice: «No os inquietéis por el mañana, que ya basta a cada día su propia aflicción» (Mt 6,34). Así, manda que dejemos a un lado las preocupaciones de esta vida (cf. Sal 54 [55] ,23) para unirnos solamente al Padre. El que cumple este precepto es realmente un párvulo y un niño, a los ojos de Dios y del mundo; éste lo considera un necio; aquél, en cambio, lo ama.