
Tú, Señor, me sacaste de la sangre de mi padre, tú me formaste en el seno de mi madre (Sal 138,13). Tú me hiciste salir a la luz, desnudo como todos los niños, ya que las leyes de la naturaleza que rigen nuestra vida obedecen constantemente a tu voluntad. Tú, con la bendición del Espíritu Santo preparaste mi creación y mi existencia, no por voluntad del hombre, ni por el deseo carnal (Jn 1,13), sino por tu gracia inefable. Preparaste mi nacimiento con una preparación que supera las leyes naturales. Me sacaste a la luz adoptándome como hijo (Gal 4,5) y me alistaste entre los hijos de tu Iglesia santa e inmaculada. Tú me alimentaste con una leche espiritual, la leche de tus palabras divinas. Me sustentaste con el sólido alimento del cuerpo de Jesucristo, nuestro Dios, tu santo Unigénito, y me embriagaste con el cáliz divino, el de su sangre vivificante, que derramó por la salvación de todo el mundo. Porque tú, Señor, nos amaste y pusiste en nuestro lugar a tu único Hijo amado, para nuestra redención, que él aceptó voluntaria y libremente (…). A tal extremo, oh Cristo, mi Dios, has descendido. Para cargarme a mí, oveja descarriada sobre tus hombros (Lc 15,5), apacentarme en verdes praderas (Sal 22,2). Y nutrirme con las aguas de la sana doctrina por medio de tus pastores, los cuales apacentados por ti, apacientan a su vez a tu eximia y elegida grey.
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