
“En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno. Porque preservaste a la Virgen María de toda mancha de pecado original, para que en la plenitud de la gracia (Lc 1,28) fuese digna madre de tu Hijo y comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura (Ef 5,27). Purísima había de ser, Señor, la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo (Jn 1,29). Purísima la que, entre todos los hombres, es abogada de gracia y ejemplo de santidad. Por eso, unidos a los ángeles, te aclamamos llenos de alegría: Santo, Santo, Santo...”
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