
¡Oh Dios mío, cuán admirable es tu amor para con nosotros! ¡Sois infinitamente digno de ser amado, alabado y glorificado! Nosotros, de ninguna manera tenemos corazón ni espíritu que sea digno de ello; pero vuestra sabiduría y vuestra bondad nos han dado un medio para ello: nos habéis dado el Espíritu y el corazón de vuestro Hijo para ser nuestro propio espíritu y nuestro propio corazón, según la promesa que nos habéis hecho por vuestro profeta: «Os daré un corazón nuevo, os infundiré un espíritu nuevo» (Ez 36,26). Y para que conociéramos cuál es este corazón y este espíritu nuevo, habéis añadido: «Pondré mi Espíritu» que es mi corazón, «en vosotros» (v. 27). Tan sólo el Espíritu y el corazón de Dios son dignos de amar y alabar a Dios, capaces de bendecirlo y amarlo tanto como se debe. Por eso nos habéis dado vuestro corazón, el corazón de vuestro Hijo Jesús, y también el corazón de su divina madre y el de todos los santos y el de los ángeles que, todos juntos, no hacen sino un solo corazón, tal como pasa con la cabeza y los miembros, que no son sino un solo cuerpo (Ef 4,15)... Renunciad, pues, hermanos a vuestro propio corazón, a vuestro propio espíritu, a vuestra propia voluntad y a vuestro amor propio. Daos a Jesús para poder entrar en la inmensidad de su corazón que contiene el de su madre y el de todos los santos, para poderos perder en este abismo de amor, de humildad y de paciencia. Si amáis a vuestro prójimo y tenéis un acto de caridad para hacer, amadle y haced por él lo que debáis en el corazón de Jesús. Si se trata de humillarse, que sea con la humildad de este corazón. Si se trata de obedecer, que sea con la obediencia de su corazón. Si hay que alabar, adorar, agradecer a Dios, que sea unidos a la adoración, la alabanza y la acción de gracias que se nos da a través de este gran corazón... Cualquier cosa que hagáis, hacedlo todo en el espíritu de este corazón renunciando al vuestro, dándoos a Jesús para actuar con el Espíritu que anima su corazón.
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