
En el momento de la Transfiguración, el testimonio que ha dado el Hijo ha sido, a la vez, sellado por la voz del Padre y por la de Moisés y Elías, que aparecen junto a Jesús como sus servidores. Los profetas miran a los apóstoles Pedro, Jaime y Juan; los apóstoles contemplan a los profetas. En un mismo lugar se encuentran los príncipes de la antigua alianza y los de la nueva. El santo Moisés ha visto a Pedro, el santificado; el pastor escogido por el Padre ha visto al pastor escogido por el Hijo. En otro tiempo, el primero había abierto una brecha en el mar para que el pueblo de Dios pudiera pasar entre el oleaje, el segundo ha propuesto de levantar una tienda para albergar a la Iglesia. El hombre virgen del Antiguo Testamento ha visto al hombre virgen del Nuevo: Elías ha podido ver a Juan. Aquel que ha sido subido a lo alto en un carro de fuego ha visto a aquel que ha reclinado su cabeza sobre el pecho del Fuego (Jn 13,23). Y así entonces la montaña ha llegado a ser el símbolo de la Iglesia: Jesús, en su cumbre, unifica a los dos Testamentos que esta Iglesia recoge. Ha hecho conocer quién es el Señor tanto del uno como del otro, del Antiguo y del Nuevo.
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