
En el día de la Ascensión, oh Cristo Rey los ángeles y los hombres te aclaman: «Tú eres santo, Señor, porque has descendido y has salvado a Adán, al hombre hecho de polvo (Gn 2,7), del abismo de la muerte y del pecado, y por tu santa Ascensión, oh Hijo de Dios, los cielos y la tierra entran a gozar de la paz. ¡Gloria a aquél que has enviado!» La Iglesia ha visto a su Esposo en la gloria, y ha olvidado los sufrimientos soportados en el Gólgota. En lugar del peso de la cruz que llevaba es una nube luminosa la que lo lleva. Y él se levanta, vestido de esplendor y majestad. Un gran prodigio tiene lugar hoy en el monte de los Olivos: ¿Quién es capaz de decirlo?... Nuestro maestro había descendido buscando a Adán y después de haber encontrado al que estaba perdido, lo trae sobre sus espaldas y glorioso lo introduce en el cielo con él (cf Lc 15, 4s). Vino y nos mostró que era Dios; se revistió de un cuerpo y nos mostró que era hombre; descendió a los infiernos y mostró que había muerto; subió y ha sido exaltado y nos ha mostrado cuán grande es. ¡Bendita sea su exaltación! En el día de su nacimiento, María se alegra, en el día de su muerte, la tierra tiembla, en el día de su resurrección, el infierno se aflige, en el día de su ascensión, el cielo exulta. ¡Bendita sea su Ascensión!
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