Siento que Jesús está cada vez más cerca de mí. Ha permitido estos días que caiga en el mar, que me ahogue en la consideración de mi miseria y de mi orgullo, para hacerme comprender hasta qué punto tengo necesidad de él. En el momento en que estoy a punto de sumergirme, Jesús, caminando sobre las aguas, viene, sonriente, a mi encuentro para salvarme. Quisiera decirle con Pedro: “Apártate de mí, Señor, que soy un pecador” (Lc 5,8) pero la ternura de su corazón se me adelanta y con la dulzura de sus palabras me dice: “No tengas miedo” (Lc 5,10). ¡Oh, nada temo a vuestro lado! Descanso enteramente en vos; como la oveja perdida siento los latidos de vuestro corazón; Jesús, una vez más os digo que soy todo vuestro, vuestro para siempre. Con vos soy verdaderamente grande; sin vos no soy que una débil caña, pero apoyado en vos soy una columna. No debo olvidar jamás mi miseria, no para temblar continuamente, sino para que, a pesar de mi humildad y mi confusión, me acerque cada vez con más confianza a vuestro corazón, porque mi miseria es el trono de vuestra misericordia y de vuestro amor.