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10:45 a.m.


Al principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era algo informe y vacío, las tinieblas cubrían el abismo, y el soplo de Dios se cernía sobre las aguas. Entonces Dios dijo: "Que exista la luz". Y la luz existió. Dios vio que la luz era buena, y separó la luz de las tinieblas; y llamó Día a la luz y Noche a las tinieblas. Así hubo una tarde y una mañana: este fue el primer día. Dios dijo: "Que haya un firmamento en medio de las aguas, para que establezca una separación entre ellas". Y así sucedió. Dios hizo el firmamento, y este separó las aguas que están debajo de él, de las que están encima de él; y Dios llamó Cielo al firmamento. Así hubo una tarde y una mañana: este fue el segundo día. Dios dijo: "Que se reúnan en un solo lugar las aguas que están bajo el cielo, y que aparezca el suelo firme". Y así sucedió. Dios llamó Tierra al suelo firme y Mar al conjunto de las aguas. Y Dios vio que esto era bueno. Entonces dijo: "Que la tierra produzca vegetales, hierbas que den semilla y árboles frutales, que den sobre la tierra frutos de su misma especie con su semilla adentro". Y así sucedió. La tierra hizo brotar vegetales, hierba que da semilla según su especie y árboles que dan fruto de su misma especie con su semilla adentro. Y Dios vio que esto era bueno. Así hubo una tarde y una mañana: este fue el tercer día. Dios dijo: "Que haya astros en el firmamento del cielo para distinguir el día de la noche; que ellos señalen las fiestas, los días y los años, y que estén como lámparas en el firmamento del cielo para iluminar la tierra". Y así sucedió. Dios hizo los dos grandes astros - el astro mayor para presidir el día y el menor para presidir la noche - y también hizo las estrellas. Y los puso en el firmamento del cielo para iluminar la tierra, para presidir el día y la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y Dios vio que esto era bueno. Así hubo una tarde y una mañana: este fue el cuarto día.

10:45 a.m.


Bendice al Señor, alma mía: ¡Señor, Dios mío, qué grande eres! Estás vestido de esplendor y majestad ¡Señor, Dios mío, qué grande eres! y te envuelves con un manto de luz. Tú extendiste el cielo como un toldo Afirmaste la tierra sobre sus cimientos: ¡no se moverá jamás! El océano la cubría como un manto, las aguas tapaban las montañas; Haces brotar fuentes en los valles, y corren sus aguas por las quebradas. Las aves del cielo habitan junto a ellas y hacen oír su canto entre las ramas. ¡Qué variadas son tus obras, Señor! ¡Todo lo hiciste con sabiduría, la tierra está llena de tus criaturas! ¡Desaparezcan de la tierra los pecadores y que no existan más los malvados! ¡Alma mía, bendice al Señor!

10:45 a.m.


Después de atravesar el lago, llegaron a Genesaret y atracaron allí. Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús, y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba. En todas partes donde entraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.

10:45 a.m.


Incluso para resucitar a los muertos, el Salvador no se contenta con actuar sólo de palabra, portadora en sí de órdenes divinas. Para esta obra tan magnífica, toma como cooperadora, si se puede decir así, su propia carne a fin de que se vea que ella tiene el poder de dar la vida, y para demostrar que es una con él: es, en efecto, su carne, la de él y no un cuerpo extraño. Es eso lo que ocurrió cuando resucitó a la hija del jefe de la sinagoga, al decirle: «¡Niña, levántate!» (Mc 5,41). La tomó de la mano, según está escrito. Porque era Dios, le devolvió la vida por un mandato todopoderoso, y la vivificó a través del contacto con su santa carne –con lo cual testifica que tanto en su cuerpo como en su palabra, obraba una misma energía. Igualmente, cuando llegó a una ciudad que se llamaba Naím, en la que llevaban a enterrar al hijo único de la viuda, llegó y tocó el féretro diciendo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!» (Lc 7,14). Así que, no sólo confiere a su palabra el poder de resucitar a los muertos, sino que sobre todo, para mostrar que su cuerpo es vivificante, toca a los muertos, y a través de su carne hace pasar la vida a sus cadáveres. Si el sólo contacto con su carne sagrada da la vida a un cuerpo que se descompone ¿qué provecho no vamos a encontrar en su vivificante eucaristía cuando hagamos de ella nuestro alimento? Transformará totalmente en un bien para sí mismos, o sea, la inmortalidad, a los que habrán participado de ella.

Hermanos Franciscanos

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