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10:46 a.m.
Al producirse en Iconio un tumulto los paganos y los judíos, dirigidos por sus jefes, intentaron maltratar y apedrear a Pablo y Bernabé. Estos, al enterarse, huyeron a Listra y a Derbe, ciudades de Licaonia, y a sus alrededores; y allí anunciaron la Buena Noticia. Había en Listra un hombre que tenía las piernas paralizadas. Como era tullido de nacimiento, nunca había podido caminar, y sentado, escuchaba hablar a Pablo. Este, mirándolo fijamente, vio que tenía la fe necesaria para ser curado, y le dijo en voz alta: "Levántate, y permanece erguido sobre tus pies". El se levantó de un salto y comenzó a caminar. Al ver lo que Pablo acababa de hacer, la multitud comenzó a gritar en dialecto licaonio: "Los dioses han descendido hasta nosotros en forma humana", y daban a Bernabé el nombre de Júpiter, y a Pablo el de Mercurio porque era el que llevaba la palabra. El sacerdote del templo de Júpiter que estaba a la entrada de la ciudad, trajo al atrio unos toros adornados de guirnaldas y, junto con la multitud, se disponía a sacrificarlos. Cuando Pablo y Bernabé se enteraron de esto, rasgaron sus vestiduras y se precipitaron en medio de la muchedumbre, gritando: "Amigos, ¿qué están haciendo? Nosotros somos seres humanos como ustedes, y hemos venido a anunciarles que deben abandonar esos ídolos para convertirse al Dios viviente que hizo el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos. En los tiempos pasados, él permitió que las naciones siguieran sus propios caminos. Sin embargo, nunca dejó de dar testimonio de sí mismo, prodigando sus beneficios, enviando desde el cielo lluvias y estaciones fecundas, dando el alimento y llenando de alegría los corazones". Pero a pesar de todo lo que dijeron, les costó mucho impedir que la multitud les ofreciera un sacrificio.

10:46 a.m.
No nos glorifiques a nosotros, Señor: glorifica solamente a tu Nombre, por tu amor y tu fidelidad. ¿Por qué han de decir las naciones: «¿Dónde está su dios?» Nuestro Dios está en el cielo y en la tierra él hace todo lo que quiere. Los ídolos, en cambio, son plata y oro, obra de las manos de los hombres. Sean bendecidos por el Señor, que hizo el cielo y la tierra. El cielo pertenece al Señor, y la tierra la entregó a los hombres.

10:46 a.m.
Jesús dijo a sus discípulos: «El que recibe mis mandamientos y los cumple, ese es el que me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él". Judas -no el Iscariote- le dijo: "Señor, ¿por qué te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?". Jesús le respondió: "El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.»

10:46 a.m.
Cristo permanece en su Iglesia: en sus sacramentos, en su liturgia, en su predicación, en toda su actividad. De manera especial, Cristo permanece presente en medio de nosotros en el don cotidiano de la santa eucaristía. Por eso la misa es el centro y la raíz de la vida cristiana. En cualquier misa está siempre presente el Cristo total, Cabeza y Cuerpo (Ef 1,22-23). «Por él, con él y en él». Porque Cristo es el Camino, el Mediador; en él lo encontramos todo; fuera de él nuestra vida es vacía... Cristo vive en el cristiano. La fe nos dice que el hombre en estado de gracia está divinizado. Somos hombres y mujeres, no ángeles, seres de carne y hueso, con un corazón y unas pasiones, tristezas y gozos, pero la divinización alcanza al hombre entero, como una anticipación de la resurrección gloriosa. «Cristo ha resucitado de entre los muertos, primicia de todos los que han muerto. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida» (1C 15,20-22). La vida de Cristo es nuestra vida según lo que él mismo prometió a los apóstoles en la última Cena: «El que me ama guardará mi Palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él». El cristiano debe, por consiguiente, vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo de manera que pueda, con san Pablo, exclamar: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).

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