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null / San Juan Berchmans, 26 de noviembre / ACI Prensa

Cada 26 de noviembre, la Compañía de Jesús celebra a San Juan Berchmans, santo jesuita de origen flamenco nacido en 1599, fallecido a los 20 años cuando era seminarista. La Iglesia universal celebra su fiesta el 13 de agosto.

Juan Berchmans (1599-1621) forma parte, junto con San Estanislao Kostka (1550-1568) y San Luis Gonzaga (1568-1591), del grupo de jóvenes santos que influenció de manera determinante en lo que se conoce como “espiritualidad jesuítica juvenil”.

Con el ímpetu de la juventud

Juan nació en Diest, Ducado de Brabante (Bélgica), el 13 de marzo de 1599, en el seno de una familia sencilla. Su padre trabajaba como zapatero y su madre se dedicaba a los quehaceres del hogar en la medida en que las fuerzas se lo permitían, dado que tenía una salud muy precaria. El pequeño Juan se encargaba, en consecuencia, de cuidar a sus hermanos menores y de ayudar a su mamá. A los 10 años consiguió su primer empleo, gracias a la ayuda de un sacerdote amigo. Con el dinero que ganaba contribuía a aligerar los gastos familiares.

Más adelante Juan se trasladó a Malinas, Flandes, donde encontró trabajo como preceptor de niños, empleado por un canónigo. Pronto se abriría en la ciudad un colegio jesuita, lo que entusiasmó muchísimo al joven preceptor. Decidido, Berchmans se presentó a la recién fundada institución y logró ser aceptado como estudiante.

En la escuela, Juan quedó impresionado con la espiritualidad jesuita y empezó a considerar la posibilidad de hacerse “un hijo de San Ignacio”. Sus maestros lo veían con aprecio porque se desempeñaba muy bien académicamente y era querido por sus compañeros. Aunque a su padre no le agradó mucho la idea de que su hijo se hiciera jesuita -al inicio se opuso rotundamente a tal consideración- le impresionó su determinación y terminó asintiendo a su decisión.

“El Hermano Alegre”

Estando en el noviciado de la Compañía, Juan recibió la noticia de que su madre estaba agonizando. Lamentablemente, aunque lo quiso de corazón, no pudo regresar e ir a verla. Una hermosa carta, llena de consuelo espiritual, llegó entonces a manos de su padre. Era Juan, expresando de manera notable su esperanza en medio de las dolorosas circunstancias y la seguridad que tenía en las promesas de Dios. Aquella carta fue de gran consuelo para su padre y una confirmación de que la vocación de su hijo iba muy en serio.

En 1618, Juan Berchmans fue enviado al Colegio Romano de los jesuitas, en la Ciudad Eterna, Roma. Allí volvió a destacar por su amor al estudio y compañerismo. Poseía una habilidad especial para los idiomas y llegó a dominar el inglés, el francés, el alemán, el flamenco, el italiano, el latín y el griego.

En el seminario a Juan lo llamaban “El Hermano Alegre”, porque casi todo el tiempo estaba con la sonrisa en el rostro; era amable, jovial y atento con todos. No eran pocos los que decían que les bastaba su presencia para ponerse contentos. Al mismo tiempo, Juan resultaba ejemplar en los asuntos más difíciles de la vida en común. Era de esos chicos capaces de admitir con humildad sus errores o sus incomodidades: más de una vez reconoció que a veces le costaba vivir con personas tan distintas a él, pero que no estaba dispuesto a hacer de eso un impedimento.

Piedad filial a María

Cuanto bien le brotaba del corazón, Juan lo atribuía a la Madre de Dios. Tenía una tierna devoción por Ella. Estaba convencido de la centralidad que María tiene en la salvación de cada persona. Juan solía decir con un finísimo sentido del humor: “Si logro amar a María, tengo segura mi salvación; perseveraré en la vida religiosa, alcanzaré cuanto quisiere; en una palabra, seré todopoderoso”.

Aquellas palabras no eran ni remotamente un exceso verbal. Nacían de lo profundo del corazón de Juan, inmensamente agradecido con la Virgen. Era su forma de parafrasear a San Agustín en su “Ama y haz lo que quieras”. Así, con el corazón encendido Juan se repetía todos los días: “Quiero amar a María”; y le haría una solemne promesa a Nuestra Madre: “Afirmar y defender dondequiera la Inmaculada Concepción de la Virgen María”.

Entrega definitiva

De pronto, un día, terminado uno de los certámenes que se organizaban en el seminario, Juan tuvo que ser ingresado a la enfermería por unos dolores de cabeza. Su superior ya se había percatado meses antes de cierto decaimiento o cansancio crónico, pero como muchos otros en el seminario, no lo había tomado como un signo demasiado grave. Berchmans era de los que más se esforzaban, siempre atento a servir y cumplir con sus deberes.

Su salud siguió de manera inestable, hasta que bruscamente se puso muy mal. Berchmans partió a la Casa del Padre el 13 de agosto de 1621, en palabras de sus amigos, como consecuencia de un “total agotamiento”. Es muy probable que su muerte haya sido consecuencia de alguna afección pulmonar o enfermedad infecciosa.

Al morir, Juan Berchmans tenía solo 20 años. Fue beatificado en 1865 por el Beato Pío IX y canonizado en 1888 por el Papa León XIII.

Si deseas saber más sobre San Juan Berchmans, puedes leer este artículo de la Enciclopedia Católica: https://ec.aciprensa.com/wiki/San_Juan_Berchmans.

El Papa lee la homilía / Crédito: captura de pantalla

Más de 35.000 peregrinos procedentes de 117 países de todo el mundo han participado durante todo el fin de semana en el Jubileo de los Coros y Corales. Lea aquí la homilía de la Misa que celebró el Papa León XIV en la Plaza de San Pedro junto a algunos de ellos.

Queridos hermanos y hermanas:

En el salmo responsorial hemos cantado: “Vayamos con alegría al encuentro del Señor” (cf. Sal 122). La liturgia de hoy nos invita, por tanto, a caminar juntos —en la alabanza y la alegría— al encuentro de nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, soberano manso y humilde, Aquel que es el principio y el fin de todas las cosas.

Su poder es el amor, su trono es la cruz y, por medio de la cruz, su reino se irradia en el mundo. “Dios reina desde el madero” (cf. Himno Vexilla Regis) como Príncipe de la paz y Rey de la justicia que, en su Pasión, revela al mundo la inmensa misericordia del corazón de Dios.

Este amor es también la inspiración y el motivo de sus cantos. Queridos coristas y músicos, hoy celebran su jubileo y agradecen al Señor por haberles concedido el don y la gracia de servirlo ofreciendo sus voces y sus talentos para su gloria y para la edificación espiritual de los hermanos (cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 120). Su tarea es la de involucrarlos en la alabanza a Dios y de hacerlos participar mejor de la acción litúrgica por medio del canto. Hoy expresan plenamente su “iubilum”, su regocijo, que nace del corazón inundado de la alegría de la gracia.

Las grandes civilizaciones nos han regalado la música para que podamos manifestar lo que llevamos en lo profundo de nuestro corazón y que no siempre pueden expresar las palabras. Todos los sentimientos y las emociones que nacen en nuestro interior y de una relación viva con la realidad pueden encontrar voz en la música. El canto, de manera particular, representa una expresión natural y completa del ser humano; en él la mente, los sentimientos, el cuerpo y el alma se unen para comunicar las cosas grandes de la vida. Como nos recuerda san Agustín: «Cantare amantis est» (Sermón 336, 1), es decir, «cantar es propio de quien ama».

Quien canta expresa el amor, pero también el dolor, la ternura y el deseo que alberga en su corazón y, al mismo tiempo, «ama a aquel a quien canta» (Comentarios a los Salmos, 72, 1).

Para el Pueblo de Dios el canto expresa la invocación y la alabanza, es el “cántico nuevo” que Cristo resucitado eleva al Padre, haciendo partícipe de ello a todos los bautizados, como un único cuerpo animado por la vida nueva del Espíritu. En Cristo somos cantores de la gracia, hijos de la Iglesia que encuentran en el Resucitado la causa de su alabanza.

La música litúrgica se convierte así en un instrumento muy valioso mediante el cual desempeñamos el servicio de alabanza a Dios y expresamos el gozo de la vida nueva en Cristo.

San Agustín nos exhorta, además, a caminar cantando, como viajeros fatigados que encuentran en el canto un presagio de la alegría que experimentarán al llegar a su meta. «Canta, pero camina […], avanza en el bien» (Sermón 256, 3). Por tanto, formar parte de un coro significa avanzar juntos tomando de la mano a los hermanos, ayudándoles a caminar con nosotros y cantando junto a ellos la alabanza de Dios, consolándolos en los sufrimientos, exhortándolos cuando parece que les vence el cansancio, infundiéndoles entusiasmo cuando parece que predomina la fatiga.

Cantar nos recuerda que somos Iglesia en camino, una auténtica realidad sinodal, capaz de compartir la vocación a la alabanza y a la alegría con todos, en una peregrinación de amor y de esperanza.

También san Ignacio de Antioquía usa palabras conmovedoras relacionando el canto del coro con la unidad de la Iglesia: «En vuestro sinfónico y armonioso amor es Jesucristo quien canta. Que cada uno de vosotros también se convierta en coro, a fin de que, en la armonía de vuestra concordia, toméis el tono de Dios en la unidad, cantéis a una sola voz por Jesucristo al Padre, para que os escuche y os reconozca por vuestras buenas obras» (A los Efesios, IV).

En efecto, las diferentes voces de un coro se armonizan entre ellas dando vida a una única alabanza, símbolo luminoso de la Iglesia, que une a todos en el amor, en una única y suave melodía.

Ustedes pertenecen a coros que desarrollan su actividad sobre todo en el servicio litúrgico. Su ministerio exige preparación, fidelidad, entendimiento mutuo y, sobre todo, una vida espiritual profunda, de modo que, si ustedes rezan cantando, ayuden a todos a rezar.

Es un ministerio que requiere disciplina y espíritu de servicio, especialmente cuando es necesario preparar una liturgia solemne o algún acontecimiento importante para sus comunidades. El coro es una pequeña familia de personas diferentes unidas por el amor a la música y por el servicio que ofrecen.

Pero recuerden que su gran familia es la comunidad; no están por delante, sino que forman parte de ella, con el compromiso de hacerla más unida, inspirándola y haciéndola partícipe. Como en todas las familias, pueden surgir tensiones o pequeñas incomprensiones, cosas normales cuando se trabaja juntos y se hace un esfuerzo por alcanzar un resultado.

Podemos decir que el coro es un poco un símbolo de la

Iglesia que, orientada hacia su meta, camina en la historia alabando a Dios. Aunque este camino en ocasiones está lleno de dificultades y de pruebas, y los momentos de alegría se alternan con otros de mayor fatiga, el canto hace más ligero el viaje, dando alivio y consuelo.

Comprométanse, por tanto, a transformar cada vez más sus coros en un prodigio de armonía y belleza; sean cada vez más imagen luminosa de la Iglesia que alaba a su Señor. Estudien atentamente el Magisterio, que indica en los documentos conciliares las normas para desarrollar al máximo su servicio.

Sobre todo, sean capaces de hacer siempre partícipe al pueblo de Dios, sin ceder a la tentación del exhibicionismo, que excluye la participación activa de toda la asamblea litúrgica en el canto. Sean, en esto, signo elocuente de la oración de la Iglesia, que expresa su amor a Dios por medio

de la belleza de la música. Vigilen, para que su vida espiritual esté siempre a la altura del servicio que realizan, de modo que esto pueda expresar auténticamente la gracia de la liturgia.

Los encomiendo a todos a la protección de santa Cecilia, la virgen y mártir que, aquí en Roma, ha elevado con su vida el canto de amor más hermoso, entregándose totalmente a Cristo y ofreciendo a la Iglesia su luminoso testimonio de fe y amor.

Prosigamos cantando y hagamos nuestra, una vez más, la invitación del salmo responsorial de la liturgia de hoy: “Vayamos con alegría al encuentro del Señor”.

Encuentro del Papa con las monjas de Montefalco / Crédito: Vatican Media

“Un momento de gran familiaridad”. Así describió la abadesa María Cristina Daguati, del convento agustino en Montefalco, la visita del Papa León XIV este jueves.

Después de visitar la tumba de San Francisco en Asís y reunirse con los obispos italianos, el Papa viajó a la ciudad italiana de Montefalco para celebrar Misa en el monasterio de las monjas agustinas, erigido en el siglo XIII y uno de los centros espirituales más antiguos y significativos de la región de Umbría. 

El Papa llegó en helicóptero a esta ciudad, conocida por su arquitectura medieval, y aterrizó en el campo deportivo, donde fue recibido por el alcalde Alfredo Gentili y el teniente alcalde Daniele Morici. 

A las puertas del monasterio —donde actualmente viven 13 monjas— se agolparon los vecinos de esta pequeña región de Perugia que esperaban su llegada con gran expectación.

“Lo conocemos desde hace años; fue un momento de familiaridad. Tiene una personalidad muy tranquila”, detalló la Madre María Cristina en declaraciones a Vatican News.

León XIV ya había estado en el convento cuando ejercía como superior de la Orden de San Agustín y, este 20 de noviembre, regresó como Papa, convirtiéndose en el primer Pontífice en hacerlo.

"Un momento de gran familiaridad". Crédito: Vatican Media
"Un momento de gran familiaridad". Crédito: Vatican Media

Este convento está intrínsecamente ligado a la figura de Santa Clara de Montefalco (1268-1308), también conocida como Santa Chiara della Croce (Santa Clara de la Cruz), una mística agustina cuya vida contemplativa dejó una huella profunda en la tradición espiritual de la Iglesia Católica. 

“Es una gran amistad, porque obviamente lo conocemos desde hace muchos años, así que diría que todo se desarrolló en un ambiente de gran familiaridad”, precisó la abadesa.

El Papa conversó con las monjas agustinas, luego celebró Misa y compartió con ellas el almuerzo. Para las religiosas, fue “un día muy sencillo” con “un hombre encantador y afable” con una “personalidad tranquilizadora”.

León XIV celebra Misa en la iglesia del convento. Crédito: Vatican Media
León XIV celebra Misa en la iglesia del convento. Crédito: Vatican Media

“El Papa León XIV trae consigo una gran atmósfera de oración. Así que no es que nos haya incomodado demasiado, fue realmente hermoso”, agregó Daguati.

Antes del almuerzo, el Papa celebró Misa en la iglesia del convento, construida en el siglo XVII y diseñada por el arquitecto peruano Valentino Martelli.

Antes de regresar al Vaticano, las monjas entregaron al Papa el calendario de 2026 titulado “Hacia una paz desarmada y desarmante”, con textos de sus discursos y homilías y de San Agustín.

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